Tenemos 500 contactos en el celular y aun así, cuando llega la noche, muchos sienten un silencio que ninguna notificación llena. Es la nueva soledad: conectados a todo, pero desconectados de todos.
La paradoja es evidente: nunca fue tan fácil mandar un “hola” y nunca fue tan difícil sostener una conversación profunda. La psicología ya lo estudia: las interacciones digitales dan pequeñas dosis de dopamina (cada like es un microaplauso), pero no sustituyen lo que realmente regula la salud mental: la presencia física, el contacto humano, la mirada que escucha sin palabras.
Lo preocupante es que normalizamos esta dinámica. Llamamos “amigos” a personas que nunca hemos visto, con-fundimos intimidad con emojis, y creemos que acompañar es reaccionar con un corazoncito. El resultado es un espejismo de cercanía que, en realidad, incrementa la soledad emocional.
Y ojo: la soledad no es mala; puede ser creativa, restauradora, necesaria. Lo dañino es la soledad negada, esa que disfrazamos de “ocupación”, de “conexión”, de “todo bien”.
Porque mientras fingimos estar acompañados, el vacío crece en silencio.
Mi reflexión es simple: necesitamos volver a la conversación sin prisa, a la risa compartida sin filtros, al abrazo que no depende de batería.
El WiFi conecta dispositivos, pero solo la presencia conecta almas.
Quizás la gran revolución de esta era no sea tecnológica, sino emocional: a-prender a estar verdaderamente presentes, incluso y sobre todo cuando la pantalla se apaga.
