EL PRIMER PASO NO TE LLEVA ADONDE QUIERES IR, PERO TE SACA DE DONDE ESTÁS.

El problema de la inseguridad no se agota en la violencia: se instala también en la sensación. Cuando una persona evita salir, cambia su ruta o mira con desconfianza al vecino, la ciudad se encoge.

JUAN MANUEL CAICEDO C
COMUNICADOR SOCIAL Y PERIODISTA DE LA UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA

A veces, la ciudad respira distinto a como la cuentan los informes. Las estadísticas pueden decir que los homicidios bajan, que los hurtos disminuyen y que la policía ha recuperado el control de varios sectores. Pero basta con salir a la calle, mirar a los ojos a quien regresa del trabajo con el teléfono escondido, o escuchar a una madre que no deja a su hijo ir solo al colegio, para entender que la historia que viven los caleños no cabe en una cifra. Cali, el alma bullosa del pacífico, es hoy una ciudad que oscila entre el dato y el temor. Entre el parte oficial que celebra descensos porcentuales y el murmullo colectivo que no logra sentirse tranquilo.

Y es que lo que sentimos importa tanto como lo que medimos. Porque las emociones, aunque no aparezcan en los boletines de seguridad, son indicadores igual de potentes: definen nuestras rutinas, nuestro ánimo, nuestra manera de habitar la ciudad. Las cifras del Observatorio de Seguridad muestran una leve reducción en los homicidios, y el alcalde Alejandro Éder habla de un “avance histórico”. Sin embargo, los titulares y los grupos de WhatsApp cuentan otra cosa: robos en restaurantes, extorsiones en barrios, niños alcanzados por balas perdidas. Y aunque los porcentajes intenten calmar el miedo, este tiene la mala costumbre de no obedecer a las gráficas.

El problema de la inseguridad no se agota en la violencia: se instala también en la sensación. Cuando una persona evita salir, cambia su ruta o mira con desconfianza al vecino, la ciudad se encoge. La inseguridad se vuelve entonces una enfermedad emocional, invisible, pero contagiosa. Una que mata poco a poco la confianza, y sin confianza no hay comunidad que se sostenga. La gestión pública suele obsesionarse con los números porque los números dan discurso, pero las emociones son las que dan legitimidad. No basta con decir que las cifras mejoran: hay que lograr que la gente lo sienta. Que el miedo deje de ser rutina y que el rumor de un disparo deje de dictar la hora de dormir.

Cali no necesita sólo más patrullas ni más reportes. Necesita un relato que devuelva la tranquilidad. Un pacto entre autoridad y ciudadanía que reconozca que la seguridad también es un estado del alma. Y quizás ahí radica el verdadero desafío: hacer que los datos y los sentimientos, que hoy parecen hablar idiomas distintos, vuelvan a encontrarse. Porque al final, la percepción no es frivolidad. Es la respuesta humana, instintiva, real, a lo que le rodea. Un solo robo violento, una explosión, una bala perdida, puede desmoronar meses de buena estadística. Porque el miedo no se mide como un homicidio, pero viaja tan rápido por las calles como un disparo.

La Alcaldía de Cali y la Policía Metropolitana en rueda de prensa anunciaron la captura de un importante cabecilla de la ‘Jaime Martínez’, presunto cerebro del atentado terrorista contra la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez, el pasado 21 de agosto, que dejó como saldo 7 personas sin vida. La gobernadora del Valle, Dilian Francisca Toro, confirmó el resultado operacional y señaló que “en aproximadamente 70 días las autoridades lograron evidenciar la responsabilidad de alias ‘Gramo’, capturado en Risaralda”.
Fotos: Alcaldía de Cali

Entonces, ¿la inseguridad en Cali es un tema de percepción o una realidad? Mi conclusión: es ambas cosas. Es tan real como las cifras que muestran los informes, pero tan sentida como el temor de una madre que espera que su hijo vuelva de la universidad sin novedad. Y ese mensaje final va para todos: no permitamos que los datos sean la única voz de la ciudad, ni que el miedo sea el único relato compartido. Los esfuerzos de seguridad deben combinar lo cuantificable con lo humano. La ciudad sólo ganará cuando podamos decir que, además de bajar los homicidios, bajó el miedo. Porque mientras eso no suceda, y las cifras sigan bajando pero el miedo siga subiendo, la pregunta que persistirá es la misma que todos evitamos formular en voz alta: ¿De qué sirve una ciudad más segura en el papel, si seguimos viviendo con el corazón en guardia?

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